Doña Concha y los libros

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Son las 23:21 del Jueves, 16 de Mayo del 2024.
Doña Concha y los libros

 

Lourdes Carrascosa Bargados

 

Pasado ya el día del Libro, y ahora que tanto se habla de las razones por las que nuestros niños, jóvenes y adultos están dejando de lado la lectura, me gustaría contar cómo se puede crear interés por algo, sobre todo, por los libros, que antes, pocos podíamos disfrutar en nuestras casas. Os contaré como llegué yo a la lectura y el amor por los libros.

Cuando la conocí, yo era una niña de unos siete años, de ojos vivarachos que me interesaba por todo. Vivía en un barrio recién construido de Madrid, en un bajo. La ventana de mi cuarto daba al patio de entrada a los portales. Como entonces no había muchas distracciones (no teníamos televisión ni, por supuesto, nada tecnológico que no fuera la radio, en la que me dejaban escuchar Matilde, Perico y Periquín y los cuentos dedicados), tampoco me permitían estar muchas horas jugando en la calle, pasaba tiempo en mi dormitorio, que tampoco tenía nada que ver con un dormitorio de los de ahora. El mío tenía una cama de níquel de dos cuerpos, una mesilla y una especie de mueble con dos cajones, que era dónde colocaba mis cosas del cole. La ropa, que no era mucha, se guardaba en el armario del dormitorio de mis padres.

Tumbada o sentada en mi cama, veía entrar y salir a los vecinos y como he sido siempre muy soñadora, imaginaba que eran, dónde iban, cómo vivían.

Así vi por primera vez a Doña Concha. Bajita, bien parecida, de pelo oscuro, con el ondulado que se llevaba, siempre bien vestida, como las señoritas de esos años sesenta: muy discreta, ropas largas, colores básicos. Destacaba en ella su sonrisa alegre, enmarcada por unos labios siempre pintados de rojo, sus pendientes y collares y dos cosas muy llamativas para su edad: un bastón y unas botas negras ortopédicas con los que se ayudaba en su cojera para caminar. Este fue el primer misterio que quise conocer de esa mujer con una apariencia muy atractiva.

Doña Concha vivía en el cuarto piso de nuestro bloque, sin ascensor, lo que ahora me hace imaginar las dificultades que tendría para todo, con esas subidas y bajadas varias veces al día. Entraba y salía con la bolsa de la compra (de esas de rombos de piel), la del pan (blanca, bordada), (curiosamente antes se respetaba más el medio ambiente), el periódico diario y libros bajo el brazo.

Esta mujer cordobesa fue una pionera. Vino a Madrid a trabajar como oficinista (de las de manguitos) en Telefónica, hasta que fue jubilada anticipadamente por enfermedad, debido a las lesiones que tuvo en una pierna a consecuencia de un accidente con un tranvía. Resuelto el misterio de una mujer bella, independiente, capaz, pero con cierto halo de tristeza.

Como las cordobesas graciosas, tenía miles de anécdotas para contar de su infancia en un entorno familiar de buena posición y dónde la mimaban y controlaban en exceso, como se llevaba en esos años:

De sus luchas personales con su padre para poder formarse, ya que ella, desde niña soñaba con trabajar; las dificultades en las academias en las que se sacó los títulos de Mecanografía, Taquigrafía, Cálculo, Contabilidad, casi siempre en grupos donde era la única mujer, por lo que pasaba bastante vergüenza y malos ratos, ya que la ponían en situaciones incómodas, como hacerle hablar levantada delante de todos, cosa que no hacían con los otros alumnos varones y que para las mujeres en esos tiempos era discriminatorio. Había que ser muy valiente y serena para superarlo.

Sus principios en el trabajo, con la complicación de estar en un mundo de hombres, dónde no solo tenía que ser buena trabajadora, sino mejor que ellos y siendo como ella, guapa y simpática, había que estar luchando por hacerse respetar.

Entonces tenía sueños de ser amada, de ser madre, de formar una familia. Luego después del accidente de tranvía, todo eso se quedó en el tintero. Ella decía que nadie quería a una mujer como ella, independiente, guapa, trabajadora y coja. (No eran tiempos de valorar las discapacidades, sino de rechazarlas).

Doña Concha era una lectora empedernida de libros, periódicos y revistas. Creo que vio en mis ojos la curiosidad y, casi sin sentir, fue la que me lanzó a la lectura.

Yo, con mis siete años, comencé por ayudarle a subir las bolsas de la compra a su casa y traspasar la puerta de su hogar fue, para mí, como transportarme a otro mundo.

Su casa, nada corriente para cómo eran las de entonces, tenía un salón con sillones, cojines, vitrinas, estanterías llenas de libros y adornos que yo contemplaba embelesada. Recuerdo especialmente unas urnas de porcelana y cristal, preciosas, que contenían ramilletes de rosas y flores secas. Eran de tal belleza que yo no podía apartar mis ojos de ellas. Había candelabros, cuadros, uno de ellos de Doña Concha de joven, guapísima, que me dejó con la boca abierta. (Pasados los años, en una de mis visitas a Córdoba, visité el Museo de Julio Romero de Torres. Mirando uno de sus cuadros, recordé a Doña Concha y en las muchas ocasiones en las que he visitado esa ciudad, siempre me ha venido a la memoria).

Desde esas ayudas en la subida de las bolsas por las escaleras, nos tomamos cariño y, cada semana, como sin importancia, bajaba a mi madre dos libros y con la frase: “Para la niña, que leerlos no le hará daño”. Así empecé a leer historias bajo su tutela, desde la distancia: Cuentos de Grimm, de Perrault, Alicia en el País de las Maravillas, Mujercitas, Los Cinco y otras colecciones de Enid Blyton. La de Celia de Elena Fortun.

Paso a paso, me abrió el espíritu al mundo de la lectura y la imaginación. Yo esperaba cada semana, con nervios en el estómago y enorme curiosidad, los libros que me dejaría, con todas las aventuras e historias que contendrían.

Algunas tardes me invitaba a merendar en su casa y me hacía sentir como en un palacio, con sus tazas de porcelana con dorados, llenas de espeso chocolate, las bandejas con ricos dulces y sus historias de libros o de vida, que me encantaban. En mi casa no eran tiempos para gastar dinero en libros, por ello siempre le agradeceré haberme llevado de la mano a la lectura.

A lo largo de los años, mientras yo iba creciendo, iba modificando los préstamos, adecuándolos a mi edad. De su mano descubrí a Julio Verne, Agatha Cristie, Sherlock Holmes, Sissí y mil más. También me acompañó en las primeras historias de amor con novelas de la colección Chicas, Corin Tellado y las primeras fotonovelas.

A veces, las lecturas iban contra la opinión de mi padre, rígido como la mayoría de los de entonces, que no consideraba algunas cosas adecuadas a mi edad y a mi condición de mujer. Pero el gusanillo de la lectura ya estaba inoculado en mí y tenía debajo de mi cama una vieja cesta, de esas que alguien más pudiente de nuestra familia debió usar en algún momento para ir a merendar al campo. Era mi tesoro escondido. Allí guardaba las fotonovelas, novelas o libros que mi padre no aprobaba y yo leía a escondidas.

Fueron años y años de préstamos, de dar la vuelta a su biblioteca. Cuando aprobé el examen de Ingreso, que entonces se hacía con diez años, mis padres me regalaron mi primer libro: Platero y yo. Desde entonces los libros han formado siempre parte importante de mi vida, para los buenos y los malos momentos, en la salud y en la enfermedad, cada día de mi vida. Pero nunca olvido que esa ventana a la magia de los sueños, a vivir otras vidas, la desarrolló en mí, sin darle importancia, esa mujer que fue Doña Concha.